Realidad y ficción

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Contenido del libro

Introducción
La mente (lo que el cerebro hace)
1. A qué llamamos mente
2. Modelos mentales
3. Los pequeños robots
4. La memoria
5. E pluribus unum
6. Sintiencia y libre albedrío
7. Miedo a descubrirnos
La sociedad (biología y ficciones)
8. La evolución social
9. El grupo y los otros
10. A hombros de gigantes
11. El origen de la religión
12. La mente colectiva
13. De la idea a la práctica
Epílogo (el fin de la historia)
14. Homo eversor
15. El fin de un sueño

Introducción

No, el mundo no es como lo percibimos. Hace 2400 años el filósofo griego Platón ya ilustró esta idea con su célebre alegoría de la caverna en la que imaginaba un grupo de personas que desde su nacimiento vivían encerradas en el interior de una cueva. Del exterior de la misma solo veían las sombras que se proyectaban en una de las paredes, por lo que creían que tales sombras constituían la realidad. Tan intensa era esta creencia que si alguno de los encerrados hubiera podido salir al exterior para luego volver y explicar lo que había visto probablemente sería tomado por loco.

Desde entonces, especialmente a partir del siglo XVI con la Revolución Científica, hemos ido descubriendo muchos aspectos del mundo que escapan a nuestros sentidos e incluso en algunos casos los contradicen. Sin embargo los descubrimientos más sorprendentes tuvieron lugar durante la primera mitad del siglo XX, cuando la Teoría de la Relatividad y la Física Cuántica nos mostraron que el mundo no solo es más extraño de lo que imaginábamos, sino incluso más extraño de cuanto podamos llegar a imaginar. Aun así, en todos los casos el mundo parece seguir unas reglas fijas que pueden ser expresadas mediante fórmulas matemáticas, hasta tal punto que hay quien piensa que todo el universo no es más que una única inmensa fórmula.

Tantos seres, tantas visiones

Entre los efectos de estas fórmulas, tal vez el más sorprendente —y el que más directamente nos afecta— es la formación de estructuras con capacidades autoorganizativas, es decir, los seres vivos. Cada una de los millones de especies actualmente existentes en la Tierra es una solución específica al problema de la supervivencia, una estrategia de adaptación a su entorno. Cada ser vivo, del más simple al más complejo, tiene una biología específica que le proporciona cierta manera de ver el mundo, una visión del mismo (una ficción ad hoc) que ha evolucionado durante millones de años porque resultaba útil para la supervivencia, no porque se ajustase a la realidad.

Intentemos imaginar por un momento cuán distinta debe ser la experiencia vital de un murciélago, que localiza a sus presas mediante la ecolocalización, o la de una serpiente, que detecta la radiación infrarroja producida por la sangre caliente, o de una abeja, que se vale de campos eléctricos para localizar las flores aún no polinizadas, o de un elefante, tan sensible a las vibraciones que utiliza sus patas para comunicarse con sus congéneres a más de 15 km, o de un gusano de tierra, con el cuerpo cubierto de receptores químicos gustativos, o de un tiburón, capaz de detectar mínimos campos eléctricos provocados por el desplazamiento de otros peces, o de un pulpo, equipado con un cerebro en cada uno de sus ocho brazos, que puede trabajar de manera autónoma o coordinado con el cerebro central.

Cabe pensar que la visión que del mundo tienen los seres más simples debe ser común a todos los miembros de la especie. Sin embargo aquellos que están dotados de sistemas nerviosos más complejos son susceptibles a variaciones individuales, tanto más diversas cuanto mayor sea su complejidad cerebral. El caso extremo es el de la especie humana, en la que a las variaciones individuales —por las experiencias vividas, por ejemplo— se unen los efectos de la cultura social, que genera casi infinitas ficciones (algunas más o menos útiles, pero muchas de ellas perjudiciales). Ello hace que, como decía la escritora francesa Anaïs Nin, «no vemos las cosas como son ellas, sino como somos nosotros», o dicho de otra manera, nuestra visión del mundo dice más de nosotros que del  propio mundo.

Un cerebro, dos sistemas

Ya en el siglo IV a. e. c. Aristóteles definió al ser humano como un “animal racional”, indicando así que nuestro comportamiento y nuestras decisiones están guiadas en parte por la razón y en parte por los mismos impulsos que gobiernan la actividad del resto de animales. En la misma línea, a finales del siglo XIX el filósofo y psicólogo norteamericano William James propuso que el razonamiento humano es de dos tipos: asociativo (movido por el instinto y los impulsos) y auténtico (guiado por el razonamiento lógico). Ambos sistemas coexisten y a menudo entran en conflicto, incluso sin que nos percatemos de ello, por lo que James afirmaba que «muchas personas se creen que piensan, cuando en realidad tan solo reorganizan sus prejuicios».

Trataré de ello con más detenimiento en el capítulo correspondiente, pero ahora me interesa destacar que el pensamiento asociativo (también llamado S1) es rápido e intuitivo y permite realizar diversas tareas simultáneamente, por lo que es el que guía la mayor parte de nuestro comportamiento (aunque pueda parecernos lo contrario). En cambio el pensamiento auténtico (S2) requiere tiempo y concentración exclusiva en la cuestión que nos ocupa, algo cada vez más difícil en la sociedad actual.

Aceleración explosiva

La evolución de las especies no es un proceso que termina cuando cada una de ellas alcanza cierto grado de adaptación a su entorno, sino que prosigue indefinidamente en respuesta a una lucha constante por la supervivencia, en la que a menudo hay vencedores y vencidos. Dada su naturaleza, y a no ser que se produzca algún fenómeno catastrófico, la selección de las especies suele requerir un gran número de generaciones. Así fue también con los antecesores de la especie humana. Entre el Sahelanthropus tchadensis, un antepasado común de humanos, chimpancés y gorilas que desarrolló la capacidad de caminar de pie, y el Homo habilis, que ya utilizaba rudimentarias herramientas de piedra, transcurrieron unos 4 millones de años.

Sin embargo, si observamos los cambios en la manera de vivir del ser humano desde aquellos tiempos observaremos un aspecto significativo. Mientras que fueron necesarios más de 2.000.000 de años para pasar del Homo habilis, recolector y carroñero, al Homo sapiens, y luego casi 200.000 más hasta que empezamos a vivir en aldeas, cultivar la tierra y domesticar algunos animales, tan solo tardamos 6.000 años para crear las primeras civilizaciones y la escritura, unos 3.000 más hasta los primeros filósofos, otros 2.000 hasta la Revolución Científica, menos de 400 para la teoría de la relatividad y la física cuántica, unos 50 para el primer ordenador personal, solo 20 hasta el primer teléfono inteligente y tan solo 10 para su desarrollo y utilización masiva. A la vista de ello cabe preguntarnos: ¿Qué ha provocado tal aceleración? y especialmente ¿cuáles son sus consecuencias?

La llegada de los mamíferos

Para responder a la primera pregunta debemos retroceder en el tiempo unos 215 millones de años, hasta la aparición de los primeros mamíferos. Estos eran generalmente pequeños animales de vida nocturna que no pudieron prosperar hasta que hace 65 millones de años un cataclismo planetario provocó la desaparición de los dinosaurios. El cerebro de los mamíferos presentaba una novedad que ninguna otra especie posee: el neocórtex, que en lugar de una sola capa de neuronas consta de seis capas que permiten un elevado nivel de interconectividad, lo que les ofrece mayores capacidades cognitivas. Además, las sucesivas especies de primates y humanos fueron aumentando el volumen del neocórtex, que actualmente en los humanos ocupa el 80 % del cerebro. La contrapartida de disponer de un cerebro tan grande y complejo es que el nacimiento debe producirse mucho antes de que el animal esté suficientemente formado, a fin de que la cabeza pueda pasar por el canal de parto.

En alguna fase de aquel proceso evolutivo, probablemente entre 250.000 y 40.000 años atrás, el neocórtex alcanzó un grado de complejidad que generó un salto cualitativo en sus capacidades, principalmente la simbólica, que había de facilitar el lenguaje y con él la cultura. Si hasta entonces los cambios se habían producido al lento ritmo de la evolución biológica, ahora emprendían una nueva senda (la evolución cultural) con un crecimiento cada vez mayor. Lo que nos conduce a la segunda de nuestras preguntas: las consecuencias de tal aceleración.

El fin del silencio

La compleja estructura del neocórtex proporciona al cerebro humano una extraordinaria plasticidad (especialmente en las primeras etapas de la vida) que le permite adaptarse a múltiples situaciones e incluso reorganizar su propia estructura para recuperar funciones de zonas dañadas. Si una persona adulta de hace un milenio, adaptada a la cultura de aquel tiempo, pudiera trasladarse de repente al mundo actual encontraría muy difícil integrarse en él (probablemente algunos de nuestros inventos le parecerían cosa de brujería), en cambio un recién nacido de hace 5000 años crecería como uno más entre nosotros, con la misma capacidad de absorción de conocimientos. En realidad, el ritmo de cambio actual es tan rápido que ya podemos observar esta diferencia entre los jóvenes, que usan las herramientas tecnológicas de modo intuitivo, y las personas mayores, que deben hacer esfuerzos para comprender su funcionamiento.

Mientras que anteriormente los humanos vivían de la misma manera durante siglos, actualmente una persona ve cambiar su entorno a lo largo de su vida, y esta velocidad de cambio no hace sino aumentar. La necesidad de adaptación a este ritmo frenético, unido al diluvio constante de datos (más que de información) nos impide el análisis y la reflexión. Los adultos actuales pertenecemos a la última generación que dispuso de tiempo para desconectar y aislarse, para meditar en silencio, para la pausa necesaria para encontrarse con uno mismo. Y ello sucede cuando más necesaria es la reflexión alejada del ruido exterior.

Inmersos en ficciones

La sociedad actual está viviendo una colosal paradoja. Por una parte, nunca la ciencia había estado tan presente en nuestras vidas como lo es ahora, ofreciéndonos todo tipo de artefactos y tecnologías que nos facilitan la comunicación, la movilidad, el trabajo, la salud, la diversión, y el acceso a la cultura. Sin embargo, por otra, proliferan cada vez más las falsas noticias, las pseudociencias, las supersticiones, y todo tipo de creencias infundadas. Y aún, para echar sal a la herida, resulta que son las propias herramientas tecnológicas las que usamos para propagar e inculcar tales falacias.

La aceleración tecnológica se ha traducido en un crecimiento generalizado producido principalmente desde mediados del siglo XX. Así por ejemplo, la población mundial pasó de 1000 millones en 1804 a 2000 millones en 1930 (es decir, aumentó 1000 millones en 126 años), mientras que solo ha necesitado 12 años (la décima parte) para pasar de 6000 millones en 1999 a 7000 millones en 2011. Además, también el consumo per cápita aumenta de forma parecida, lo que hace que para cubrir las mayores necesidades la producción mundial deba crecer exponencialmente, con el consiguiente agotamiento de los combustibles fósiles y otros recursos terrestres, el aumento de la contaminación y los gases de efecto invernadero, la destrucción de los ecosistemas, el aumento de la temperatura de la superficie, la elevación del nivel de mares y océanos, la pérdida de bosques tropicales, y la degradación de la biosfera.

Orwell hoy

En el gran teatro del mundo actual hay tres grandes grupos de actores estructurados en distintos niveles. En lo más alto está el reducido grupo de quienes ostentan los poderes políticos y económicos, lo que les permite difundir e implantar el discurso más adecuado a sus intereses (en la actualidad a nivel mundial el 1 % más rico acumula el doble de ingresos que el 50 % más pobre). En el otro extremo se cuentan unos 1000 millones de personas en situación de extrema pobreza y pésimas condiciones (guerras, hambrunas, epidemias, etc.) que apenas pueden luchar por sobrevivir. Entre unos y otros se halla la gran mayoría de la población (más de 6500 millones de personas) que ignoramos la gravedad de las amenazas que se ciernen sobre nosotros y pensamos que nuestros recursos son inagotables.

Frenar el hundimiento de la sociedad actual requiere una sociedad educada y racional, y unos líderes inteligentes y honestos que la dirijan. En lugar de ello, estamos viviendo la distopía de la novela 1984 de George Orwell, con sus omnipresentes telepantallas de la policía del pensamiento sustituidas por los teléfonos inteligentes, con el agravante de que somos nosotros mismos quienes voluntariamente ofrecemos todos nuestros datos, e incluso pagamos su coste y mantenimiento. Ya no nos mueve la razón, sino emociones primitivas manipuladas por grupos diversos. La verdad no importa. La verdad ha muerto.

La inteligencia artificial

A lo largo de nuestra historia los humanos hemos desarrollado muchos inventos y tecnologías que han cambiado nuestra forma de vida. Por citar algunos ejemplos, pensemos lo que nos han aportado el fuego, la rueda, la escritura, la metalurgia, la electricidad, la imprenta, la máquina de vapor, la lámpara de incandescencia, el teléfono, la fotografía, el fonógrafo, la cinematografía, el telégrafo, la comunicación inalámbrica, el motor de combustión, los rayos X, el ferrocarril, el automóvil, el hormigón, la penicilina, los antibióticos, el avión, la televisión, el ordenador, el transistor, internet, etc.

Todos estos inventos fueron el resultado de aplicar la inteligencia humana a la obtención de un objetivo concreto. Sin embargo, a mediados del siglo XX empezó a desarrollarse una tecnología de una naturaleza completamente distinta a las demás, pues lo que pretendía era crear máquinas inteligentes capaces de emular la mente humana. El británico Alan Turing fue quien en 1950 publicó un artículo en el que exponía las bases sobre las que conseguir tal objetivo. Empezaron dos décadas de excesivo optimismo que chocaron con la reducida capacidad de los ordenadores de aquel tiempo.

Alrededor de 1980 la inteligencia artificial (IA) empezó a producir algunos resultados prácticos con los llamados sistemas expertos que fueron usados en muchas industrias y copiaban los criterios de toma de decisiones de expertos humanos. Pero fue a finales del siglo XX cuando, gracias a las mayores potencias de los ordenadores, la IA emprendió un camino ascendente de resultados. En 1997 el Deep Blue de IBM fue el primer ordenador que venció al campeón mundial de ajedrez Garry Kasparov a 6 partidas: 2 para Deep Blue, 1 para Kasparov y 3 tablas. Deep Blue utilizaba la “fuerza bruta”, es decir, aprovechaba su capacidad de cálculo para valorar 200 millones de posiciones por minuto. La única inteligencia que llevaba incorporada se la habían aportado sus programadores.

Un avance cualitativo lo logró dos décadas después el software AlphaGo Zero, que en 2017 venció al campeón mundial de Go, Ke Jie, por 3 partidas a 0 (el Go es un juego de estrategia sobre tablero, nacido en China hace unos 2500 años). El resultado es importante por dos razones. La primera es que el Go es un juego mucho más complejo que el ajedrez, y la segunda que AlphaGo Zero aprendió a jugar a Go por su cuenta, sin que se le hubiera mostrado ninguna partida de la que pudiera aprender, ni se le hubiera programado ninguna estrategia. AlphaGo Zero aprendió jugando contra sí mismo, y cuanto más jugaba, más avanzaba su nivel. Empezó sin otro conocimiento del juego más que sus reglas y objetivo, y a las 19 horas de funcionamiento ya había aprendido estrategias avanzadas. Tras 40 días se convirtió en el mejor jugador de Go del mundo por encima de cualquier jugador humano.

De camino a la singularidad

Vivimos una explosión de datos (lo que se conoce como los macrodatos o, en inglés, los “big data”), y la IA es la herramienta idónea para extraer de ellos la información útil para múltiples empresas. También ha empezado a llegar directamente a todos nosotros a través de asistentes inteligentes en teléfonos, automóviles, televisores, asistentes de voz, etc., además de estar detrás de muchas de las aplicaciones a las que nos conectamos habitualmente (y de servir para identificar nuestra imagen en las cámaras de vigilancia). La IA es una herramienta con un poder creciente, lo que hace que grandes empresas y muchos estados la utilicen para sus propios objetivos, mientras nosotros nos dejamos llevar por ella sin tener capacidad para comprenderla ni prever sus consecuencias. Si tiene capacidad de aprender por sí misma (como vemos por ejemplo en el AlphaGo Zero) ¿qué sucederá si supera (o cuando supere) nuestras capacidades? Es lo que se conoce como singularidad tecnológica: un hipotético futuro en el que la IA dejará de ser controlable.

En sí misma, la IA no tiene por qué ser perjudicial para la humanidad, más bien lo contrario, pero es necesario prevenir sus riesgos y planificar su evolución. En lugar de hacerlo así, estados, empresas y cada uno de nosotros nos dejamos llevar por su utilidad inmediata sin reflexionar sobre el destino que ello nos depara. Actuamos como niños pequeños que jugamos despreocupadamente con objetos peligrosos.

Nuestro lugar en el mundo

La especie humana tiene un excesivamente elevado concepto de sí misma, que no se corresponde ni con nuestra situación en el mundo ni con lo que hacemos en él. Respecto a lo primero, estamos confinados a ocupar la superficie de un pequeño planeta que gira alrededor del Sol, que no es más que una estrella de entre los cientos de miles de millones que forman la Vía Láctea, la cual a su vez es una galaxia perdida entre los más de 200.000 millones de galaxias en el universo observable. Y respecto a la duración de nuestra existencia tampoco es que sea muy buena. La explosión inicial del universo, el big bang, ocurrió hace 13.800 millones de años, pero los fósiles más antiguos de Homo sapiens datan solo de hace unos 300.000 años (es decir, si comprimiéramos la edad del universo a un día de 24 horas, solo habríamos existido durante los 2 segundos finales).

Y por lo que respecta a nuestra actuación, no puede ser más nefasta, tanto para el planeta como para los seres con los que lo compartimos. La expansión del Homo sapiens desde África a otros continentes provocó la desaparición del resto de especies del género Homo (Homo neanderthalensis, Homo denisova, Homo floresiensis, Homo erectus soloensis) así como de la mayoría de especies de grandes animales. Tales procesos prosiguen en nuestros días, con todo tipo de conflictos bélicos, destrucción de hábitats, y la mayor eliminación de especies de la vida en la Tierra. Es triste reconocerlo, pero lo mejor que le podría pasar al planeta sería que la humanidad se extinguiera. Tal vez así daríamos la oportunidad de que, en unos millones de años más, llegara a surgir una nueva especie que mereciera realmente el calificativo de sapiens.

Contenido del libro

El libro es una reflexión sobre la realidad del ser humano en sus dos vertientes: la individual (tratada en la primera parte) y la social (en la segunda). Los principales puntos tratados son:

  • Primera parte: La mente (lo que el cerebro hace). A qué llamamos mente. Mente y cerebro. Complejidad y emergencia. La multitud de pequeños robots. Memoria, identidad (el “yo”). Maneras de ver el mundo. Sistemas cognitivos. Las emociones. Sintiencia y consciencia. Libre albedrío. Miedo a descubrir la realidad.
  • Segunda parte: La sociedad (biología y ficciones). Evolución social. Altruismo (dilemas). Eusocialidad. El grupo y los otros. Riesgos de la identidad grupal. El ecosistema social. Emociones sociales. Mecanismos de control. Cultura y lenguaje. A hombros de gigantes. Belleza y arte. Ficciones sociales. Religión, su origen y causas. Origen de las principales religiones actuales. Una moral racional. ¿Y después de la religión?

Antes de empezar

Nos preocupa la muerte, la personal y la de la especie. A nivel personal, tenemos la certeza de que todos moriremos. A nivel colectivo, incluso si adoptamos acciones sabias para evitarlo, terminaremos desapareciendo, y nuestra extinción no significará nada en la historia del universo. Cuando esto suceda toda nuestra existencia, las vidas de todas las personas que hayan existido alguna vez, con sus ilusiones y temores, sus amores y odios, sus ilusiones y fracasos, sus sufrimientos y alegrías, todo ello no habrá sido más que un súbito rayo que escindió la noche cual efímera pompa en mitad de la nada. Aun así, incluso en nuestra categoría de insignificantes hormigas cósmicas, nos es no solo lícito sino también imperativo e ineludible hacer todo lo posible para que el resto del camino resulte lo menos doloroso posible a las nuevas generaciones.

Debemos empezar (re)conociendo la realidad del mundo que nos rodea y la naturaleza de los seres que la habitamos, y hemos de hacerlo con una mente abierta y libre de presunciones, como cuando éramos niños y descubríamos por primera vez nuestro entorno. Para ello nos será necesario encontrar espacios de soledad que nos aíslen del torrente de informaciones que saturan nuestros sentidos impidiéndonos razonar. Y si quieres ayudarme en la tarea de expandir estas ideas, permíteme que te dé un consejo. Si intentas convencer a alguien combatiendo sus creencias fracasarás, porque estas tienen su origen y arraigo en las emociones, y las emociones son extremadamente intensas. Si en lugar de ello procedes exponiendo metódica y razonadamente la realidad científica, deberás afrontar un camino lento y difícil, pero solo así es posible que en algún caso obtengas unos resultados que, aunque pequeños, sean más efectivos. Bienvenido a la tarea.

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